Esta serie está basada en esas plantas que sobreviven de forma autónoma en linderos de caminos, setos y cunetas que normalmente no son apreciadas con nuestra atención ni forman parte de nuestros floreros, salvo raras excepciones.
Es su tamaño, simpleza y humildad, la que refleja su grandeza.
Con motivo de esta exposición edité un libro titulado «FLORA Solarizada en sepia», donde además de las propias obras tiene una parte dedicada a autores que realizaron solarizaciones, así como autores que utilizaron flora en sus obras, también tiene un apartado dedicado a la historia del proceso, así como un apartado eminentemente técnico, donde detallo el proceso tal como yo lo realizado.
El libro en papel formato A4, se puede pedir a través del correo de esta página WEB , su coste es de 15€.
Rafael Pablos
El prólogo del libro lo realizó Fernando del Val, a quien, desde aquí le doy mil gracias.
Una imagen son mil imágenes
Había de inventarme nuevas partidas. Jugar conmigo mismo, contra mí (…)
Al ser un puro juego del pensamiento desligado por completo del azar,
es lógicamente un absurdo querer jugar contra uno mismo.
STEFAN ZWEIG
Rafael Pablos ha demostrado en sus montajes que la imagen, repetida, no se multiplica, sino que se descompone. Ello es visible en sus experimentos de los setenta: ‘Los círculos’, ‘Las caras’, ‘La muerte de la mariposa’ y ‘La espiral’, que da título a su antología Fotografías [1972-1999] (2007.) Rafael Pablos sabe que una tuerca de nada sirve si no se la aprieta. Si no se la somete a giros sucesivos. Una tuerca -léase, el arte- está para ser movida no necesariamente en el sentido de las agujas del reloj. El ensayo-error y la casualidad nos alumbran brutos que la pericia va puliendo. Ahora, el autor nos acerca la solarización como TAC de la luz. Y hay aquí un trasvase peligroso del no saber al saber: en el perfeccionamiento de cualquier técnica, el arte se vuelve una artesanía. Para que tal cosa no debilite el discurso, el artista ha de seguir siendo un salvaje.
La solarización es variada y Pablos, explicativo al término del libro. Allí repasa su historia, sin excederse en lo pedagógico, aludiendo al episodio que, en 1857, un fotógrafo protagonizó, al hacerse consciente de la inversión de tonos que se apropiaba de una imagen parcialmente revelada. En la ciencia, como en el arte, casi todo parte de un juego. Unas veces la intuición nos acerca al conocimiento -Clara Janés-, otras el juego acelera las partículas -Oteiza-. Por eso la inspiración no te pilla trabajando, sino jugando. Y sin juego ni trabajo, también existe: es la claridad que viene del cielo, tan definitoriamente expresada por Claudio.
En este libro hay una mezcla de ciencia y de arte. De entrada, Pablos se reconoce en el otro. ¿Cómo?: eligiendo la senda que otros pisaron -no aludo sólo al cómo sino al qué-, la de aquellos que escogieron la flor como banco de pruebas y de resultados. En la parte final, aludida antes, sitúa trabajos de Dain L. Tasker y de Bill Westheimer. De ellos son deudoras sus silvestrerías. Y en esa humildad -no justificativa; más bien, especie de summa– hay grandeza. Él sabe que a una etapa centrada en el yo, en la que disparatas, le sigue otra, en lo aparente apocada, más reafirmativa, en cambio, si cabe, en que la tradición se erige protagonista. Esta segunda, más abierta al mundo, denota un proceso asimilatorio que también suele darse en política. El artista no dejará de ser un salvaje -desatenderá la voz, lanar, del coro- pero habrá, junto al orgullo de obra, un orgullo de pertenencia. La historia del arte acaba siendo una cadena de tuercas giradas. No es ‘que inventen otros’, es que el sentido de la belleza cambia. No acertar por casualidad -¿cabe otra cosa?-, es repensar los aciertos en el marco histórico, también los ajenos.
La naturaleza, hoy día, no es que esté sobrevalorada. Es que ha alcanzado un valor religioso. Es una naturaleza de salón. Pretendidamente intelectual -sólo pretendidamente; utilizada en la política de Trivial-, mas propia de ignorantes. Las fotografías de Rafael Pablos no tienen nada que ver con eso. Sus imágenes se apoyan en ella, pero sin ingenuidades. Con delectación y con servidumbre. Una actitud que siempre, en la persona que sea, me recuerda a Millet. Lo mismo un Ángelus que un hombre con su azada. Y allí está él, con su azada, con su cámara. Acudiendo a lo más despreciable, al rastrojo puro; ese que no surge de ningún cultivo. El rastrojo antes del rastrojo, el desecho. Pero también el rastrojo barroco de una flor hinchada, que, pareciera, se mira al espejo, bella, orgullosa, surgida porque sí. Sin que nadie la haya plantado en ninguna semilla. Las fotos de Pablos preservan lo pasajero, lo inapreciado y nos recuerdan que es la mano humana la que dota de sentido el absurdo natural. La naturaleza se redescubre, sin alteraciones, en cada tratamiento que el hombre hace de ella. Se trata, en definitiva, de tropezar con lo real y caer en la verdad.
De ese juego y de tales transformaciones, Pablos sale otro. Siendo el mismo. El juego le impide cejar en su lucha en favor de lo analógico. Encerrado consigo. En sus cámaras oscuras. Solarizado. Girado como una tuerca. Detenido en sepia. Radiografía. Salvaje.
Fernando del Val
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